Bajo la sombra de un árbol
El Norte, 7 de Julio de 2008
ximena peredo
Esmin Green, de 49 años, murió esperando. Veinticuatro horas antes llegó al área de Urgencias del Hospital Psiquiátrico de Brooklyn, en Nueva York, pero nunca fue atendida. Entró en agonía frente a las otras tres personas que esperaban su turno y frente al policía que vigilaba la sala. Nadie movió un dedo. Cayó de la silla al piso, se convulsionó tres o cuatro veces. La conversación en la sala de espera se detuvo tan sólo por un instante. El policía la observa largamente. Una hora después el cadáver de Esmin Green fue recogido.
Griselda González, de 55 años, estuvo 15 horas tirada sobre la banqueta, esperando. Fue arrollada en el centro de Monterrey. Como el accidente lo propició el choque de dos automóviles, los agentes de tránsito, los de seguro y los propios conductores se abocaron a resolver trámites. Los socorristas le diagnosticaron una fractura de cadera, pero la dejaron ahí porque, según dijeron, ella, que padece de sus facultades mentales, no quiso que se la llevaran. Detrás de los paramédicos, se fueron los demás. Se olvidaron de Griselda, quien se quedó tendida en la acera, esperando.
No hay síntoma más claro de la devastación moral de una comunidad. Jodidos cuando lo único que nos levanta de la cama es la obligación de ir trabajar, el temor de perder el empleo, la voz del cobrador; jodidos con políticos violentos y ladrones; jodidos cuando no alcanza. Pero rejodidos cuando no respondemos al ser humano, cuando tememos responder a la desconocida que nos llama; Rejodidos cuando lo humano nos deja indiferentes.
Emmanuel Levinas nos invita a reconsiderar el rostro humano. En un rostro se acumula todo misterio y todo milagro. La maravilla de las maravillas. En estos tiempos, mantener una conversación, por banal que sea, es ya un quiebre al orden violento. Los ojos del ser humano, -“absolutamente desprotegidos, la parte más desnuda del cuerpo humano” dice Levinas-, son la primera declaración de paz. En ese encuentro, agrega Ryszard Kapuscinski, “reside la mayor vivencia, la experiencia más importante. Mírale a la cara. Al ofrecernos su rostro, el otro nos transmite su ser. Más aún: te acerca a Dios”.
No todo es relativo, corrijo mi posición en todas esas discusiones a grito pelón. Lo humano es una verdad radical. La muerte de Esmin Green, como la de tantos otros seres humanos que fenecen esperando el tacto de otro ser, me sacude y me cuestiona: ¿no estaré cayendo ya en esa grave enfermedad de sentir que lo humano estorba?
Hace unos días recibí una llamada a mi teléfono celular en la que una voz muy amable me daba información sobre los servicios de la empresa que contraté. Decidí interrumpir la retahíla de palabras grabadas, y lo hubiera hecho, pero apunto de colgar, la máquina dijo mi nombre. Yo me eché hacia atrás francamente sorprendida: ¿con quién hablo? dije tímidamente, la máquina se identificó con un nombre y dos apellidos. ¡Era una mujer! El hallazgo me pasmó: la trabajadora ponía todo su esfuerzo en parecer máquina. La empresa, seguramente, condecora a los robots, lo humano le resta productividad: lo humano estorba.
Hay que escarbar para encontrarle a esta sociedad sus rasgos comunitarios. Los tiene, no me cabe duda, pero algo pasa que le da pena mostrarse compasiva y solidaria. Por eso, tal vez, uno de los amores que más me recuperan la fe es el amor del desconocido. Esa persona que no tiene que saber el nombre, ni la historia, ni las creencias políticas o religiosas para responder. Esas escenas urbanas, que escapan por completo a las noticias, pero que rescatan el sentido de la sociedad: la mujer que le completa el pasaje de camión al obrero, el obrero que acaricia la cabeza del niño al pasar, el niño que recoge al gato moribundo de la calle.
Cada vez que esto ocurre, dice Eduardo Galeano: “uno tiene la suerte de sentir que es algo en la infinita soledad del universo: algo más que una ridícula mota de polvo, algo más que un fugaz momentito”.
El verdadero patrimonio de una sociedad tiene que ver más con los buenos días de la vecina, que con los pesos que Hacienda puede sumar; tiene más que ver con la charla espontánea de varios bajo la sombra de un árbol, que con el contenido de un discurso político.
ximena peredo
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