Los numerosos escándalos de pederastia que acosan a la Iglesia católica en diferentes lugares del mundo, como Estados Unidos, Irlanda, Suiza, Holanda, México y Argentina, amenazan su autoridad institucional e incomodan sus inflexibles discursos sobre la moral, las buenas costumbres y el disciplinamiento que el católico debe guardar en materia sexual. El escándalo alemán amenaza no sólo al hermano del Papa, sino que está tocando, al parecer, al propio Benedicto XVI al haber sido permisivo, voluntaria o involuntariamente, en 1977 cuando era arzobispo de Munich. Tenemos en México el caso cercano de Marcial Maciel, cuya patología no sólo alcanza a la orden de los legionarios, sino que también contamina y empaña la imagen del conjunto de la Iglesia mexicana. Lamentablemente las respuestas eclesiásticas no son, socialmente, satisfactorias y pareciera que la Iglesia protege ante todo su casta religiosa; surge entonces el fantasma del naufragio como amenaza, se ensombrece la proclama de salvación que, de manera desafiante, Benedicto XVI extiende a la civilización actual tan globalizada como relativista.
Pareciera que los signos explícitos apuntan a que la Iglesia a escala mundial se ha alejado ya del espíritu del concilio, que en los años sesenta del siglo pasado reivindicaba aggiornare su diálogo con el mundo moderno y, por tanto, ha venido cancelando irremediablemente las rutas reformadoras en la Iglesia. Diferentes vaticanistas diagnostican los síntomas de una Iglesia en fase de atrincheramiento dogmático, envenenada por su propio narcisismo eclesiocéntrico y temerosa de abrirse a la complejidad de la historia y de reconocer en ella valores espirituales (Giancarlo Zízola, Vientos de restauración, 2007). Dicha prescripción sitúa un prejuicio cada vez más extendido de que Ratzinger padece un conservadurismo crónico e incurable. Sin embargo, ¿podemos afirmar que esta tendencia sólo se da en la Iglesia católica?, como respuesta a una modernidad globalizada que exalta la diversidad cultural y matiza, por tanto, los discursos y doctrinas totalizantes. Lo cierto es que resurge como fuerte tentación la reafirmación tradicionalista, es decir, una notoria inclinación por proclamar la identidad católica tradicional y, al mismo tiempo, exaltar esta identidad a nivel político en el ámbito público. Las posturas opuestas se podrían estar debatiendo el futuro cercano, entre un catolicismo relativista o light frente a un catolicismo talibán. Precisamente, el texto de Oliver Roy, La sainte ignorance. Le temps de la religion sans culture (Editions du Seuil, 2008) argumenta que no sólo los católicos pasan por una fase de tradicionalismo, a escala global, Roy destaca el crecimiento explosivo del pentecostalismo, el éxito del salafismo, Tablighi Jamaat y el neosufismo dentro del Islam; el retorno del movimiento Lubavich dentro del judaísmo, así como el surgimiento del Partido Bharatiya Janata en India, el budismo Theravada. En suma, diversas religiones proclaman su identidad tradicional en la esfera de lo público como una característica distintiva de la religión en el siglo XXI. Reconociendo diversidades y diferencias, Roy compara rasgos comunes en estas tendencias; sobresale el malestar y rechazo a la cultura contemporánea; el énfasis en la salvación personal e individualización de la fe, así como ardorosas actitudes antintelectuales.
Hace unas semanas acaba de aparecer un libro de John Allen, destacado vaticanista católico estadunidense, titulado: The Future Church (Random House, 2010), donde afronta aquellas tendencias que están cambiando la vida de la Iglesia. Por ejemplo, al abordar la geopolítica de la Santa Sede, cuya doctrina se forjó en los tiempos de la revolución industrial frente a enemigos ideológicos como el liberalismo y el socialismo, el autor señala que la Iglesia debe afrontar desde la cultura el mundo globalizado y multipolar del siglo XXI, en el cual la mayoría de los polos importantes no son católicos, ni siquiera cristianos. Frente al concilio, el autor opina que la Iglesia está reafirmando oficialmente todo lo que la distingue de la modernidad; sus tradicionales características católicas de pensamiento, discurso y prácticas. Esta política de la identidad es en parte una reacción contra una cultura cada vez más secular e indiferente a la autoridad e institución. Además del envejecimiento de la enseñanza social de la Iglesia, siguiendo a Allen, existe una nueva geografía de la fe, es decir, la dramática disminución numérica de los católicos europeos y la creciente gravitación de los católicos del llamado tercer mundo que asciende a escala global a dos tercios. Esta cifra desproporcionada contrasta con una curia romana que, si bien es cada vez más internacionalizada, sigue siendo dominada por los propios europeos.
Otro libro sobre prospectiva católica. A fines del año pasado, el periodista José Catalán Deus publicó: Después de Ratzinger, ¿qué? Balance de cuatro años de pontificado y los desafíos de su sucesión (Península, 2009). Ahí el autor español afirma que el futuro del catolicismo actual se antoja incierto. Los primeros años de Benedicto XVI, dice, dejan una sensación de crisis creciente en la Iglesia católica. Quizá porque se fracturó el consenso que llevó a Ratzinger al trono de San Pedro. Nunca antes los desacuerdos y disensiones fueron tan sonoros dentro y fuera del Vaticano. Un análisis crítico del pontificado dibuja cómo la Iglesia católica ha pasado de ejercer una posición dominante a estar amenazada y hasta sojuzgada culturalmente, y casi perseguida mediáticamente por su ideología. Este cambio histórico trascendental se ha manifestado con absoluta claridad en los primeros cuatro años del pontificado de Benedicto XVI, aunque venía incubándose durante todo el pontificado anterior. Conclusión sencilla: todos estos textos y reflexiones indican arteriosclerosis múltiple y la necesidad de una nueva gran síntesis cultural entre religión y cultura.
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