martes, 3 de mayo de 2011

Juan Pablo II, la beatificación del marketing católico

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Por Marsares lunes 2 de mayo de 2011
¿Por qué la cúpula de la iglesia católica decide, violando sus propias reglas, poner como objeto de culto a Karol Wojtyła, un Papa que está lejos de constituirse en un modelo de ser humano?

Es indudable que aquí jugó su mejor carta la política. Vivimos una época de crisis religiosa donde los dioses que antaño se inventaron los grupos de poder para justificarse dejaron de dar respuesta a las necesidades de la gente común.
Guerras, hambrunas, inequidad: el mundo parece peor que antes sin que estas criaturas celestiales solucionen sus necesidades. El viejo discurso de paraísos después de la muerte no parece ya funcionar, como tampoco nombres extraños de santos que nadie sabe de dónde vinieron ni para qué sirven.

En una civilización donde el marketing es su esencia, la iglesia católica se enfrenta a una paradoja. Su permanencia se basa en sus dogmas, pero vive en una era donde los dogmas son cuestionados. ¿Cómo vender un mensaje a un mundo que desafía el poder y las viejas estructuras, dejando intacto su discurso religioso?
Los protestantes no tienen este problema. Sin un poder central, apenas armados de la Biblia, sus pastores venden el mensaje a su acomodo. Hacen sus iglesias a imagen y semejanza de ellos mismos y de sus comunidades, lo que simplifica su mensaje. En otras palabras, dicen lo que quieren escuchar sus adeptos.

El Papa Juan XXIII quiso hacer lo mismo. En el Concilio Vaticano II, quiso renovar la iglesia por dentro, acercando los sacerdotes a los fieles. Oficios religiosos en los idiomas nativos, mayor participación de la comunidad, acercamiento a los más necesitados, tolerancia hacia las nuevas ideas.
Esta nueva iglesia católica hizo posible que surgieran en su seno movimientos audaces como la “teología de la Liberación”, con el arzobispo brasileño Hélder Câmara a la cabeza, cuestionando el poder, poniéndose al lado de los pobres, convirtiéndose en voceros de sus reivindicaciones.
Pero este nuevo concepto de iglesia no sólo molestó a los poderosos, sino también a la propia jerarquía de la iglesia, que vio amenazada su hegemonía. Aquí surge como el adalid de la vieja iglesia retrógrada y cerrada, Karol Wojtyła, proveniente de la conservadora Polonia.
Su desconfianza hacia órdenes religiosas liberales como los franciscanos o los jesuitas hizo que se aliara con sectores de ultra derecha como el Opus Dei y los Legionarios de Cristo, para arrinconar a los progresistas, fortaleciendo el poder del Vaticano con una inquisición de nuevo cuño.

Pero no bastaba con estos incondicionales súbditos terrenales. También había que formar un nuevo ejército de santos, provenientes de las regiones que estaban en riesgo de caer en manos de sus rivales protestantes. Santos que hablaran en idiomas nativos, que los fieles sintieran cercanos, suyos, propios, diferentes a los míticos que nadie sabe de donde salieron.
Santos africanos, latinos, asiáticos, del terruño. Así, mientras incansable recorría el mundo, Juan Pablo II se dio a la tarea de santificar cuanta figura se le atravesaba por delante. Mientras sus antecesores beatificaban uno por año de pontificado, Wojtyła lo elevó a 12, en total 319 en 26 años. Benedicto XVI no se queda atrás. Su ritmo es de 11 por año.

Los protestantes tienen sus pastores; la iglesia católica, sus santos. Puja por los fieles. Así, la iglesia vende el discurso añoso con nuevos mensajeros, mostrando que la experiencia no se improvisa. No en balde llevan 2000 años haciendo lo mismo.
Por supuesto, faltaba el santo mayor y nadie mejor que el propio Wojtyła, quizás el mayor clientelista de la historia católica, quien también fue campeón en elegir cardenales para pagar favores y acallar disidencias. Yo te elijo a ti, tú me eliges a mi. Hoy, Juan Pablo II adorna los altares católicos junto a los más de 80 santos y tres centenares de beatos de su propia cosecha.

No importa que haya encubierto pederastas como Marcial Maciel, que haya repartido millones de dólares para callar a las víctimas de las violaciones, que haya arrancado de cuajo la Teología de la Liberación, que haya reafirmado la inferioridad femenina, que haya proscrito los preservativos en África, una de las pocas barreras ante la epidemia del SIDA, que le haya dado la comunión a Pinochet y fuera huésped ilustre de Mugabe, proscrito de la Unión Europea..
Nada importa, porque de nuevo, como a lo largo de muchos siglos, la Iglesia católica se renueva, si no en sus verdades, sí en sus mensajeros. Nuevos santos les demuestran a los creyentes que el marketing funciona. Lo de menos es que el producto sea el mismo, lo relevante es renovar el empaque. Al fin y al cabo “el medio es el mensaje”, como lo dijo McLuhan.
Larga “vida” al nuevo beato. ¿Ya tienen listo el de la próxima semana?

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