Joaquín Villalobos
01/08/2010
Una parte importante de la sociedad mexicana se resiste a aceptar la idea de que México está en guerra y, mientras no acepte esa realidad, nunca podrá entender la violencia que está viviendo el país. El asesinato del candidato a gobernador de Tamaulipas, Rodolfo Torre Cantú, y los ataques cada vez más sistemáticos de los cárteles a las fuerzas policiales y funcionarios de seguridad, han creado incertidumbre y dificultad entre los mexicanos para interpretar estos hechos. Basta una mirada rápida a los datos sobre víctimas; secuencia y cantidad de contactos armados; armamento y medios involucrados; extensión de los territorios en disputa y fuerzas policiales y militares comprometidas por aire, mar y tierra, para concluir que México tiene una guerra.
Desde el conflicto en los Balcanes las guerras dejaron de ser consideradas los clásicos enfrentamientos entre dos contendientes. Muchas de éstas se convirtieron en confrontaciones entre múltiples actores que luchan movidos por fanatismos nacionalistas o religiosos, o que se disputan recursos involucrando a bandidos, combatientes y fuerzas del Estado. Existen conflictos de este tipo provocados por diamantes, esmeraldas, plantaciones de coca, cultivos de amapola o el cobro de rentas a compañías petroleras. En México, el centro del conflicto es su valor de ruta para introducir drogas a Estados Unidos. Los miles de millones de dólares que produce esa ruta generaron unos poderes fácticos criminales con ejércitos privados que se hicieron dueños de la frontera norte de México y parte de la frontera sur de Estados Unidos.
Esa zona se volvió el albergue de múltiples actividades delictivas y terminó convertida prácticamente en otro país. Al igual que en otras guerras por recursos, terminó estallando al norte de México un sangriento conflicto entre los distintos grupos criminales por dominar rutas de narcotráfico, plazas de narcomenudeo y territorios de pandillas, y esto obligó al Estado a intervenir. Para darse una idea del tamaño de la guerra entre cárteles y del poder de éstos, basta decir que estas bandas se han causado entre ellas alrededor de 20 mil bajas mortales en sólo tres años. De los 25 mil muertos que se registran hasta la fecha, aproximadamente el 90% corresponde a los cárteles y el resto a civiles y miembros de las fuerzas de seguridad. El 80% de los homicidios ocurren en la frontera norte y una parte importante de la violencia que tiene lugar en el resto de México guarda relación con lo que ocurre al norte.
Es cierto que México tiene problemas de impunidad, corrupción y debilidad institucional, pero esos problemas no tenían por qué derivar en una guerra. Han sido el valor como ruta de la droga, los miles de millones de dólares y las decenas de miles de armas provenientes de Estados Unidos los factores principales en la generación del conflicto. Dada la diferencia de desarrollo entre ambos países el comercio ilegal de drogas ha impactado de forma asimétrica. Lo que para Estados Unidos es un problema marginal de salud y seguridad pública, para México se ha convertido en guerra y amenaza a la seguridad nacional. El gobierno de México le ha decomisado más de 75 mil armas y más de 400 millones de dólares a los cárteles en tres años. La cantidad de armas creció exponencialmente resultado de una carrera armamentista entre cárteles en los últimos cinco años. Esas armas son más que lo que los gobiernos colombianos le han decomisado a las FARC en varias décadas y es tres veces lo que las guerrillas de El Salvador lograron introducir desde Nicaragua durante la guerra civil en ese país. El dinero es cuatro veces lo que el gobierno de Estados Unidos aprobó como ayuda para sostener a 40 mil contrarrevolucionarios nicaragüenses en los ochenta. Aun y cuando las armas de los cárteles están más en función intimidatoria que combativa, su resultado es el dominio territorial y esto implica que muchos mexicanos quedan bajo su autoridad.
Con seguridad los cárteles del narcotráfico, pandillas urbanas y demás delincuentes establecidos en la frontera norte y en estados como Michoacán y Guerrero suman en su conjunto muchos miles de bandidos armados que amenazan la soberanía de una parte del territorio mexicano, y esto no es un problema de segundo orden. No se trata de escoger entre perseguir narcotraficantes o perseguir “rateros”, sino de atender una clara amenaza a la soberanía del Estado que pone en peligro a toda la sociedad. Es comprensible que por razones de imagen, rigidez teórica o interés político personal, no se le quiera llamar guerra a una guerra, pero los datos duros son muy claros en ese sentido, el país tiene una guerra y la violencia es parte natural de ésta. No existen las guerras sin muertos, por lo tanto, mientras no se acepte que hay un conflicto armado y que se está frente a una situación anormal que demanda sacrificios y acciones extraordinarias, no se entenderá la violencia, se pensará que ésta se puede ocultar o resolver rápido y fácil, o se creerá ingenuamente que si el gobierno suspendiera sus operaciones la violencia terminaría.
Entre los que se oponen a confrontar a los cárteles subyace la idea de una posible estrategia no violenta y silenciosa que nadie explica. Se puede discutir sobre formas eficaces de usar la fuerza, pero no existe camino pacífico para enfrentar a los cárteles y no hay modo de que la violencia en México pueda pasar desapercibida. Con el crimen organizado no se puede ni convivir ni negociar y si no se le combate crece. Si no se les estuviera combatiendo ahora, a futuro terminarían convertidos en un gran poder criminal en el propio Distrito Federal, tal como le ocurrió a Colombia con Bogotá. Si el centro de gravedad del conflicto es el valor de la ruta de la droga, es necesario reducir al máximo el valor de ésta, quitándoles ventajas, oportunidades y comodidades a los cárteles en el uso de ese territorio.
Lo anterior sólo es posible hacerlo usando la fuerza, porque no se puede resolver este problema rezando. Ni suplicándoles que no crezcan, que no maten, que se porten bien o que negocien pactos de civilidad. Lo que se suele llamar erróneamente “negociación” no consiste en hablar en una mesa con los criminales, sino en poner una correlación de fuerzas en el terreno a favor del Estado que les limite su actividad. En la actualidad hay lugares donde es el crimen organizado el que le ha puesto límites a la actividad del Estado. El problema de México no es atajar drogas para que no le lleguen a los norteamericanos, eso es una consecuencia secundaria. México necesita desmantelar cárteles, pandillas y estructuras criminales para recuperar autoridad y devolverle la tranquilidad a los ciudadanos y esto no puede hacerse en poco tiempo y sin sufrir muertos.
La guerra es entonces una realidad inevitable y la violencia y el tiempo no son por ahora indicadores de victoria o fracaso, sino indicadores del tamaño del problema. No es sensato demandar que en tres años acabe la violencia de unos grupos criminales que poseen miles de millones de dólares, decenas de miles de armas y miles de bandidos que han aprendido a matar. Estos grupos no crecieron, se armaron y se apoderaron de territorios de la noche a la mañana; lo hicieron durante un periodo de paz ficticia que al final se volvió insostenible. No fue la acción presente del Estado lo que generó la violencia, sino la inacción de éste en el pasado. La guerra la impusieron los criminales con sus matanzas que se convirtieron en un reto a la autoridad; el Estado no podía limitarse a ser árbitro. La violencia le iba a estallar a cualquiera que gobernara México. Por lo tanto, que haya crecido la violencia al intervenir el gobierno y enfrentar a los cárteles, es algo totalmente lógico e inevitable.
La violencia es parte inherente de una guerra y no es por sí misma una señal de lo mal que va ésta. La demanda de los opositores es razonable si se centra en exigir más eficacia, mejor coordinación interinstitucional, integralidad de los planes y acuerdos políticos en seguridad, pero es ilógica cuando demandan el fin de la violencia a toda costa porque eso es imposible. Primero porque es indispensable que el Estado use la fuerza y segundo porque la violencia entre delincuentes no depende del gobierno. Las victorias por ahora no pueden medirse por el fin o la disminución de la violencia, sino por los golpes que las fuerzas del Estado propinan a los cárteles; por las armas, el dinero y la droga decomisada; por las capturas de delincuentes; por la reducción de la infiltración en las policías; por los territorios que se van recuperando; por la reforma, depuración y unificación de las policías; por el desarrollo de políticas sociales orientadas a mejorar la seguridad y por la construcción de infraestructuras que permitan consolidar los territorios recuperados; ésos son los indicadores del éxito.
El conflicto en México es de impacto territorial reducido, pero con un efecto en la percepción de inseguridad multiplicado, dada la importancia estratégica del país. La violencia está concentrada en la frontera norte, pero dado que el país tiene casi dos millones de kilómetros cuadrados y 112 millones de habitantes, los indicadores nacionales de homicidios son bajos y la mayor parte del territorio está en paz. Sin embargo, los disparos en Ciudad Juárez se escuchan con fuerza en Washington y en la ciudad de México. Existe en realidad una situación de guerra en la periferia con paz en el Distrito Federal. El hecho de que el debate en el centro vital descanse en la percepción y no en una amenaza tangible, crea dificultades adicionales para que se entienda la violencia y la gravedad del problema. Esto facilita que algunos piensen que ésta es una guerra del gobierno y no una causa nacional.
No todas las violencias son iguales ni pueden ser leídas de la misma manera. Por ejemplo, que ETA ponga más bombas en España es señal de fortalecimiento de los terroristas vascos porque su violencia está ligada directamente a su propósito político, y en su lógica más violencia es avance. En el caso de las pandillas que existen en Centroamérica y también en Ciudad Juárez, la violencia forma parte de su identidad y no es sólo un mecanismo de defensa; esta violencia es por ello más irracional, más difícil de controlar y su crecimiento es señal de agravamiento del problema. En el caso del crimen organizado en México la violencia es instrumental, le sirve para defender sus “negocios”, para intimidar y controlar territorio y para hegemonizar en rutas y plazas frente a otros grupos criminales. Su combate natural es con otros cárteles, no con el Estado. La lucha entre cárteles es un asunto de competidores por el mercado como en cualquier otro negocio, la diferencia es que en vez de resolver esa competencia vía publicidad, calidad de productos o en juicios mercantiles, la resuelven matándose unos a otros porque son criminales, no empresarios.
La violencia de los cárteles contra el Estado mexicano es, por lo tanto, un recurso de última instancia porque atacar al gobierno no ayuda a sus propósitos, algo que se expresa claramente en su regla explícita de evitar “calentar la plaza”, es decir, evitar llamar la atención del Estado. Entre menos se interese el gobierno en combatirlos, mejor para ellos, y el problema es que esto puede derivar en que lleguen a tener más poder que el Estado. Esto ocurre cuando el Estado pierde el monopolio de la fuerza y eso no resulta necesariamente de combates, sino por el debilitamiento de las instituciones de seguridad a consecuencia de la penetración y la corrupción, por el crecimiento exagerado de la seguridad privada y por el fortalecimiento de poderes criminales armados. La existencia de más de mil corporaciones policiales, de decenas de grupos criminales, de múltiples territorios en disputa, más las dificultades de coordinación entre distintos niveles de gobierno, pueden convertirse en una fragmentación muy peligrosa. Si no se actúa para asegurar la autoridad del Estado sobre todo el territorio, hay riesgo de que el país quede dividido en múltiples feudos criminales y que el Estado se convierta sólo en otro feudo más como en Guatemala.
La confusión sobre los tipos de violencia y la no comprensión sobre el propósito de los cárteles conduce a malinterpretar los hechos violentos. El ascenso de la violencia de los cárteles contra las fuerzas y funcionarios del Estado no debe ser interpretado como si se estuviese enfrentando a una insurgencia. Los cárteles no confrontan al Estado, tratan de cooptarlo, de corromperlo con dinero o de neutralizarlo por intimidación. El Chapo Guzmán y el resto de los capos no pretenden hacer una revolución y entrar victoriosos a la capital para sentarse en la silla presidencial y gobernar México. Se trata de criminales movidos por la codicia, que quieren enriquecerse traficando droga y para ello prefieren comprar policías y políticos que matarlos.
Se suele decir que los cárteles son ahora más fuertes que antes porque su violencia se ha vuelto más manifiesta. Esto es un gran contrasentido porque implica que éstos son más fuertes ahora que se les combate, que cuando no se les combatía. Es absurdo pensar que los miles de muertos, los miles de presos y las decenas de miles de armas, drogas y dinero capturados los han fortalecido. Igualmente se suele decir que ahora penetran más a las policías que antes. Pero esto tampoco tiene sentido ya que después de miles de policías depurados de las corporaciones, más de un millar muertos por los delincuentes y centenares presos por vincularse al narcotráfico, han aumentado dramáticamente los riesgos para quienes acepten corromperse. Por lo tanto, ha disminuido la infiltración, algo que se evidencia en que ahora hay más capturas de capos que antes.
Toda violencia extrema que rompe límites propios es síntoma de acoso. Que ahora haya más violencia y que los cárteles exhiban su poder no es señal de que vayan ganando, sino de que se están viendo obligados a manifestarse e intentan que el Estado deje de perseguirlos. Están usando su recurso de excepción y dejando de aplicar su regla de no calentar plaza. En ese sentido, los ataques cada vez más frecuentes a funcionarios encargados de procurar justicia y las emboscadas a los policías, demuestran que está finalizando la convivencia pacifico-corrupta que les permitió a los cárteles comprar funcionarios y dominar policías municipales y estatales. Están poniendo sangre y dolor de por medio y esto modifica los términos de la lucha en contra de ellos. Por otro lado, el asesinato de Rodolfo Torre Cantú es para los cárteles un punto de quiebre a su posibilidad de contar con la indiferencia de la clase política: han retado a todo el sistema y, con ello, por intentar enfriar Tamaulipas, han calentado a todo México.
La guerra en México está entrando en una fase más definitoria, la violencia cuantitativa podría ir disminuyendo, pero aparecerá una violencia de mayor impacto y el combate entre los cárteles y el Estado se volverá más frecuente e intenso. En Colombia la fase más violenta de la lucha contra los cárteles urbanos fueron los últimos años. Es indispensable entender que desmontar estructuras criminales que se apoderaron de policías no es tarea fácil; desmantelar grupos armados muy violentos con arraigo social y grandes intereses en el comercio de droga no es tarea pacífica. Sin duda hay muchos sacrificios y tiempo por delante pero, como decían los revolucionarios nicaragüenses cuando luchaban contra la dictadura de Anastasio Somoza: “La noche es larga, pero por huevos tiene que amanecer”.
Joaquín Villalobos. Ex miembro del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional. Consultor para la resolución de conflictos internacionales.
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