Sedientos
El Norte, Julio 9, 2010.
ximena peredo
Hay exploradores, a últimas fechas convertidos en pepenadores, que buscan con desespero entre las grietas de vecindades, en los abarrotados estacionamientos de los centros comerciales, en los callejones y en medio del tráfico, resquicios de la belleza que les hizo algún día jurarle amor a esta Ciudad. Son los sedientos. Sufren cuando ven a sus vecinos elevar sus bardas, pelearse a golpes o sobar un arma a medianoche. Los sedientos iban a partirse como maderos secos, pero llegó a salvarlos el agua de un huracán.
No es insensible hablar de la belleza, casi hipnótica, de los ríos y arroyos colmados de agua que cantaban y lloraban por toda la ciudad. Hay que hablar de los destrozos, del desamparo y de las pérdidas, por supuesto, pero seríamos verdaderamente estúpidos si no reconocemos que la tormenta también dejó una estela de vida. Yo, por mi parte, cuidaré el recuerdo del rugido del indomable dragón oculto en la serranía y convertido en río Santa Catarina.
Lo primero que se nos ocurrió después fue ir a la Cruz Roja a descargar víveres y a catalogarlos. A mí me tocó ayudar a juntar los frijoles y las verduras enlatadas. Las donaciones llegaban como marejadas. Cada producto estaba cargado de energía solidaria. Levantar la vista y ver a un grupo de desconocidos trabajar apresuradamente, movidos por quién sabe qué pensamientos, me hizo creer que una ciudad moría para dar paso a una nueva.
Con esta idea fue que nos acercamos a algunas de las colonias afectadas. La dueña de la casa lloraba al ver a la cuadrilla de desconocidos armados de palas, jaladores y cubetas dispuestos a entrar a la zona de desastre que eran su cocina, sala y recámaras. El agua había dejado una marca a la altura del techo. Todo había quedado sepultado, salvo sus vidas, recogidas en lancha y resguardadas en la casa de otro vecino que los recibió con un plato de sopa caliente.
Arrastrar con el jalador las pertenencias de una familia transformadas ahora en lodo me generó una ristra igualmente interminable de debates interiores: ¿por qué acumulamos tanto? ¿De quién habrá sido este cepillo de dientes? ¿Cuántos secretos guardaba este diario? ¿Quién le rezaba a esta imagen? Mientras pensaba en todo esto veía cómo otros compañeros sacaban las teles, colchones, cómodas y sillones en donde aquella familia desconocida había construido su historia, todo se había transformado.
Historias de solidaridad y esperanza viajaban de boca en boca dejando una sensación extraña, tal vez ingenua, de que el equilibrio enfermo de la ciudad sufría un duro embate. De la Sierra de Santiago bajaron historias reparadoras: al romperse los caminos, los alimentos de unos se volvieron los de toda la comunidad. De las márgenes del río La Silla llegó la historia de un jardinero que perdió todo con el huracán, pero que contemplando los sabinos todavía tuvo voz para decir: “si viera qué bonitos se veían con el río crecido”.
Después vino el desencanto. Son pocos quienes ven en este caos la oportunidad de repensar la ciudad. Ahora que las avenidas se han convertido en auténticos estacionamientos es momento para exigir un modelo de movilidad urbana sustentable. Repetir el actual modelo basado en el uso del automóvil sería un error. Escuchar a las autoridades prometer una reconstrucción inmediata de las avenidas y puentes caídos me hace sospechar que no habrá análisis ni rediseño, sino tropezones con las mismas piedras.
El Gobernador debiera estar convocando a una evaluación pública sobre el fallido modelo de desarrollo urbano. La catástrofe de Anáhuac clama por un cambio de paradigma. “Alex” fue una tormenta categoría dos, pero la corrupción, la impunidad, la negligencia y la devastación como política pública son categoría cinco.
Días después del desastre, lo peor de los políticos ha salido a recorrer las calles. Ofrecen ayuda buscando extender sus redes clientelares. Nos quieren convencer que no son aquellos otros, los rebasados o coludidos con la delincuencia organizada. Pero lo son. No se nos olvida cuánta responsabilidad de la desgracia lleva su firma.
La tormenta nos ha dejado más sedientos.
ximenaperedo
El Norte, Julio 9, 2010.
ximena peredo
Hay exploradores, a últimas fechas convertidos en pepenadores, que buscan con desespero entre las grietas de vecindades, en los abarrotados estacionamientos de los centros comerciales, en los callejones y en medio del tráfico, resquicios de la belleza que les hizo algún día jurarle amor a esta Ciudad. Son los sedientos. Sufren cuando ven a sus vecinos elevar sus bardas, pelearse a golpes o sobar un arma a medianoche. Los sedientos iban a partirse como maderos secos, pero llegó a salvarlos el agua de un huracán.
No es insensible hablar de la belleza, casi hipnótica, de los ríos y arroyos colmados de agua que cantaban y lloraban por toda la ciudad. Hay que hablar de los destrozos, del desamparo y de las pérdidas, por supuesto, pero seríamos verdaderamente estúpidos si no reconocemos que la tormenta también dejó una estela de vida. Yo, por mi parte, cuidaré el recuerdo del rugido del indomable dragón oculto en la serranía y convertido en río Santa Catarina.
Lo primero que se nos ocurrió después fue ir a la Cruz Roja a descargar víveres y a catalogarlos. A mí me tocó ayudar a juntar los frijoles y las verduras enlatadas. Las donaciones llegaban como marejadas. Cada producto estaba cargado de energía solidaria. Levantar la vista y ver a un grupo de desconocidos trabajar apresuradamente, movidos por quién sabe qué pensamientos, me hizo creer que una ciudad moría para dar paso a una nueva.
Con esta idea fue que nos acercamos a algunas de las colonias afectadas. La dueña de la casa lloraba al ver a la cuadrilla de desconocidos armados de palas, jaladores y cubetas dispuestos a entrar a la zona de desastre que eran su cocina, sala y recámaras. El agua había dejado una marca a la altura del techo. Todo había quedado sepultado, salvo sus vidas, recogidas en lancha y resguardadas en la casa de otro vecino que los recibió con un plato de sopa caliente.
Arrastrar con el jalador las pertenencias de una familia transformadas ahora en lodo me generó una ristra igualmente interminable de debates interiores: ¿por qué acumulamos tanto? ¿De quién habrá sido este cepillo de dientes? ¿Cuántos secretos guardaba este diario? ¿Quién le rezaba a esta imagen? Mientras pensaba en todo esto veía cómo otros compañeros sacaban las teles, colchones, cómodas y sillones en donde aquella familia desconocida había construido su historia, todo se había transformado.
Historias de solidaridad y esperanza viajaban de boca en boca dejando una sensación extraña, tal vez ingenua, de que el equilibrio enfermo de la ciudad sufría un duro embate. De la Sierra de Santiago bajaron historias reparadoras: al romperse los caminos, los alimentos de unos se volvieron los de toda la comunidad. De las márgenes del río La Silla llegó la historia de un jardinero que perdió todo con el huracán, pero que contemplando los sabinos todavía tuvo voz para decir: “si viera qué bonitos se veían con el río crecido”.
Después vino el desencanto. Son pocos quienes ven en este caos la oportunidad de repensar la ciudad. Ahora que las avenidas se han convertido en auténticos estacionamientos es momento para exigir un modelo de movilidad urbana sustentable. Repetir el actual modelo basado en el uso del automóvil sería un error. Escuchar a las autoridades prometer una reconstrucción inmediata de las avenidas y puentes caídos me hace sospechar que no habrá análisis ni rediseño, sino tropezones con las mismas piedras.
El Gobernador debiera estar convocando a una evaluación pública sobre el fallido modelo de desarrollo urbano. La catástrofe de Anáhuac clama por un cambio de paradigma. “Alex” fue una tormenta categoría dos, pero la corrupción, la impunidad, la negligencia y la devastación como política pública son categoría cinco.
Días después del desastre, lo peor de los políticos ha salido a recorrer las calles. Ofrecen ayuda buscando extender sus redes clientelares. Nos quieren convencer que no son aquellos otros, los rebasados o coludidos con la delincuencia organizada. Pero lo son. No se nos olvida cuánta responsabilidad de la desgracia lleva su firma.
La tormenta nos ha dejado más sedientos.
ximenaperedo
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