La Jornada: La democracia electoral en la crisis sistémica
Raúl Zibechi
Desde el golpe de Estado en Honduras, hace ya más de dos años, se han multiplicado las señales de que las élites mundiales tienden a encarar la crisis sistémica de modo autoritario, pasando por alto las formas democráticas que ellas mismas prescribieron en su momento como modo de resolver los conflictos sociales y políticos. Aunque los golpes son por ahora la excepción, las prácticas autoritarias se van naturalizando y extendiendo en lo que puede convertirse en un cerco policial-militar sobre las fuerzas antisistémicas.
Días atrás el oficialista Diario del Pueblo recogió la intervención del presidente del Everbright Bank, Tang Shuangning, en el Foro Económico Europa-Asia celebrado en septiembre en Xian (noroccidente de China), en el que apuntaba “las diez contradicciones de la crisis de la deuda en Occidente” (Diario del Pueblo, 27 de septiembre). En opinión del banquero chino la principal contradicción es “entre la asistencia social extremadamente alta y el sistema político”.
Sostiene que la competencia electoral ha llevado a los políticos a formular promesas de mejora del sistema de bienestar que han creado una “cultura de la asistencia social”. La conclusión del banquero chino suena conocida: “Si Occidente no resuelve la ‘democratización extremista’ a nivel del sistema político y el ‘excesivo asistencialismo’ a nivel cultural”, no podrá resolver ninguna de sus graves contradicciones y todo el sistema político-social estará en peligro.
En un artículo titulado “¿Post ilustración o post ideología?”, el diario oficialista chino se hizo a fines de agosto la misma pregunta que la revista estadunidense Time: “¿Puede la democracia resolver los problemas económicos de Occidente?” (Diario del Pueblo, 31 de agosto). Y la respuesta es también idéntica: un hondo escepticismo porque “la política electoral ha restringido el espacio de acción de quienes están en el poder”.
Aunque suene extraña, esta confluencia de opiniones entre las élites de la superpotencia en decadencia y de la principal potencia emergente no debe llamar la atención. En efecto, ni Estados Unidos ni China pueden prosperar o siquiera sostenerse en el mundo actual sin competir por recursos naturales, lo que supone casi inexorablemente poner en primer plano la acumulación por desposesión, o por guerra, a cualquier otra consideración. Tanto la democracia como la soberanía nacional son estorbos para la acumulación, por eso deben ser neutralizadas.
En América Latina la creciente presión de los sectores populares, indígenas y afrodescendientes, campesinos y pobres urbanos, se está convirtiendo en algo intolerable para las élites. No era Manuel Zelaya el escollo en Honduras, sino el movimiento social que podía desbordarlo, lo que se intentó neutralizar con el golpe del 28 de junio de 2009, como quedó demostrado con el tiempo.
La principal tendencia autoritaria en nuestro continente es la criminalización de la protesta. El gobierno de Sebastián Piñera se apresta a aprobar leyes que prevén cárcel incluso para los estudiantes que ocupen pacíficamente sus centros de estudio. En Colombia, en Guatemala y en México la violencia sistemática contra los de abajo se practica sin interrumpir el funcionamiento de las “democracias”. En Ecuador hay 189 indígenas acusados por la justicia de sabotaje y terrorismo por cortar carreteras.
En la historia de los movimientos antisistémicos la participación en el juego de la democracia electoral fue siempre una táctica subsidiaria, subordinada a la cuestión central, que consistió en organizar fuerzas para preparar batallas decisivas. Los debates que involucraron a las más diversas corrientes revolucionarias se focalizaron en los modos de alcanzar los objetivos.
En nuestro continente se ha instalado la convicción de que las contiendas electorales son la médula de la acción política y que a través de ellas se pueden cambiar las relaciones de poder en la sociedad. Hay lecturas que descontextualizan de tal modo los procesos históricos, que dan a entender que fue el ascenso a la casa de gobierno de tal o cual dirigente lo que permitió iniciar un proceso de cambios. Omiten decir que esas personas ganaron elecciones porque las derechas fueron derrotadas previamente en las calles, que los movimientos ya habían modificado la relación de fuerzas con tal contundencia que el triunfo electoral fue apenas un cierre, siempre parcial, del ciclo de luchas.
Llama la atención que quienes postulan la descolonización recaigan en una mirada eurocéntrica. Cuando Boaventura de Sousa dice que “la democracia política presupone la existencia del Estado”, y repite lo que considera un principio de la acción política, “mejor Estado siempre; menos Estado, nunca” (Visâo, 22 de septiembre), reflexiona con base en la experiencia europea que no es, por cierto, la que vivimos en este continente donde conviven diversas democracias: comunitarias, territorializadas en periferias en resistencia, campesinas, de mujeres de mercados, de talleres, hasta conformar un arco iris de modos de decidir por fuera de las instituciones representativas.
El marxista indio Ranahit Guha polemiza con el marxista británico Eric Hobsbawm porque no está de acuerdo con que las rebeliones campesinas sean “prepolíticas” o espontáneas; lo considera una mirada elitista y, por supuesto, eurocéntrica. “Una revuelta estaba precedida por una consulta entre los campesinos”, que podían ser asambleas de ancianos, reuniones de vecinos o de masas hasta alcanzar consenso (“Las voces de la historia”, Crítica, p. 104).
Ahora que las élites están en vías de destruir aquello que más nos interesa de las democracias –los derechos de reunión, manifestación y expresión– se hace más necesario que nunca fortalecer y expandir “la política del pueblo”, que es un “ámbito autónomo”, según Guha. No propongo descartar lo electoral. Digo potenciar esas democracias otras, cara a cara, que son y serán el ámbito donde los de abajo toman sus decisiones estratégicas.
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