EL LIBRO DE LA VIDA: ¿LA BIBLIA O EL GENOMA HUMANO?
El 12 de febrero del 2001, ha pasado ya a la historia como un día para recordar, pues fue entonces, cuando los medios de comunicación dieron amplia cobertura a uno de los hallazgos científicos más grandes de la humanidad: la decodificación de la secuencia completa del genoma humano. Esta titánica decodificación fue denominada el “libro de la vida”. Según una publicación de aquel día, para los investigadores, el “libro de la vida” no es sólo una frase ilustrativa, sino la feliz expresión con la que se acordó explicar, de manera sencilla, pero real, el nuevo descubrimiento: “Este libro está escrito en un alfabeto que comprende sólo cuatro letras y que llena cuatro mil tomos de quinientas páginas cada uno.”
Esta literatura viva inscrita universalmente sobre el papel molecular del género humano, es tal vez, aún más reveladora de la historia de nuestra especie que las pinturas rupestres o las tablillas de escritura jeroglífica y cuneiforme. La suma de las fantasías de todos los seres humanos no sería bastante para ingeniar el asombroso e invisible andamiaje que nos constituye como organismos singularmente caracterizados. Ni siquiera la imaginería de Julio Verne no pudo sospechar esta proeza de la ingeniería genética, todavía más extraordinaria, quizás, que la hazaña lunar.
El animal pensante, habitante curioso del universo, viajero explorador, lo mismo del macrocosmos como del microcosmos, al decir de un conocido poema “quiso caminar y aprendió a correr; quiso volar y viene saltando de planeta en planeta detrás de su ambición. Sin embargo, con todo, parece que el gigantesco hallazgo no disolverá el misterio de lo que somos, pues somos algo más que una maravillosa estructura genética.
Sin duda, el nuevo y novedoso “libro de la vida” promete ser un exitoso “best seller” y, no podría no serlo, habiendo un amplio mercado que no acierta a satisfacer su necesidad de “sentido”. Para una sociedad tan ansiosa de soluciones eficaces e inmediatas, la frontera entre la ciencia y la superstición es prácticamente inexistente.
Es por eso que “religiosamente se cree” en todo aquello que prometa excelentes resultados con el menor esfuerzo. Con este eslogan barato se expenden al mayoreo respuestas “lights”, soluciones “descremadas” para esas preguntas siempre consumidas y nunca consumadas: ¿quién soy?, ¿de dónde vengo?, ¿a dónde voy?
Después de la interpretación del genoma humano, vale la pena preguntarse si ese nuevo éxito editorial condenará al olvido a otros libros que, a su modo, también hablan de la vida humana. ¿Habrá, por ejemplo, un lector interesado en el relato bíblico de la creación del ser humano? (Gn. 2,4b-3,24) Ese arcaico relato, probablemente del siglo X a.C., se postula también como un revelador “libro de la vida”, pero... ¿quién aceptará como “verdadero” este otro pretendido mapa de la humanidad cuando, para muchos, la verdad se encuentra sólo en los oráculos de la ciencia?
El pintoresco relato dice que Yahvé formó al hombre con el polvo del suelo y que insufló en el hombre un aliento de vida, pero nada dice de la constitución molecular de la singular creatura. Para que la narración resultase verdadera y digna de ser llamada “libro de la vida”, tal vez, a más de un lector contemporáneo le hubiese gustado deletrear en ese texto, no simplemente el hecho milagroso de una figura terrosa convertida en un ser animado.
El texto sería más “creíble”, si ahí se dijera algo sobre una figura de barro mezclada con las cuatro bases nitrogenadas que componen la molécula del ácido desoxirribonucleico (ADN); pero lo cierto es que ahí nada se dice de la adenina, ni de la citosina, ni tampoco de la timina y guanina; más aún, sería ingenuo intentar una lectura semejante basada en estas llamadas “cuatro letras” del alfabeto científico del genoma humano.
La Sagrada Escritura emplea otro lenguaje que no es aquel que apunta a definir matemática o empíricamente la realidad, además que la realidad no se expresa exhaustivamente por el lenguaje científico. Así, por ejemplo, en el lenguaje poético, será verdadero para un enamorado que es de oro la risa de su amada, aunque con ese oro no pueda comprar absolutamente nada en el mercado.
La verdad de la expresión afectuosa no está en la referencia al preciado metal, sino en la referencia igualmente cierta al valor y belleza incomparable de la mueca graciosa de su amada. El lenguaje de la Escritura se refiere entonces a aquella verdad que tiene qué ver con nuestra capacidad humana de buscar un sentido a nuestra existencia.
Para el relato del Génesis, tres son los elementos básicos que nos caracterizan como humanos: a) la relación con la naturaleza, b) con Dios y c) con el prójimo. Con estas tres letras se describe la esencial estructura relacional del ser humano. Por ello, el pasaje nos dice que la creatura formada por Dios se llama Adam porque fue tomada de la adamá, palabra hebrea que significa tierra.
En lenguaje latino, la creatura de Dios se llama “humanus” en referencia al humus, es decir a la tierra. A ésta, su creatura, Dios la coloca en un jardín, palabra cuyas raíces hebreas aluden a otra que significa protección. El humano fue puesto en el jardín para que disfrutara de los beneficios del cuidado de Dios y para que, en reciprocidad, labrase y cultivase la tierra.
Según la narración, Adam exultará en un apasionado cántico cuando se encuentra con “issha” que, en hebreo, es el femenino de “ish”, el varón, pues de éste fue tomada. Así, el relato bíblico, a su modo, traza las tres coordenadas que constituyen el mapa del sentido último de la vida humana. Este otro lenguaje, que no es el de la ciencia, nos transmite una experiencia de fe, la esperanzada creencia de quien se resiste a pensar que su existencia es una náusea o una pasión inútil (Sartre).
La sencilla narración se asienta sobre la incólume certeza de que el ser humano es algo más que un microcosmos alquímico o una máquina genética. La Biblia es “el libro” que nos revela que de nada sirve conquistar el mundo entero, si nos perdemos a nosotros mismos; por eso, si queremos conservar la vida, habremos de entregarla (cfr. Mc.8,35-37).
Para la Biblia, éste es el sentido último de esos recién hallados cuatro mil tomos de quinientas páginas.
Pbro. Alberto Anguiano García
Vicario Parroquial San Juan María Bautista Vianney
(Guadalupe)
Pastoral Siglo XXI, Junio-Octubre de 2011
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